Gangaji, Merle Antoinette (Toni) Robertson, nació en Texas en 1942, pasando su infancia y parte de su juventud en el estado de Mississippi (EE.UU.). Después de graduarse en la Universidad de Mississippi en 1964, se casó y tuvo una hija. En 1972 se trasladó a San Francisco, donde empezó a explorar los niveles más profundos de su ser.
Como muchos de sus contemporáneos, buscó la satisfacción y la plenitud en las relaciones, en su carrera profesional, en la maternidad, en el activismo político y en la práctica espiritual.
En su búsqueda personal de la verdad tomó el voto del Bodhisattva, practicó meditación Zen y Vipassana, y ayudó a dirigir un centro de meditación budista y trabajó también como acupunturista.
Esta es la historia del despertar de Gangaji contada por ella misma:
A los seis meses de empezar a rezar pidiendo un verdadero maestro, a través de una milagrosa serie de circunstancias me encontré en India, cara a cara con H. W. Poonja (Papaji). Él me acogió de la manera más extraordinaria. Con ojos resplandecientes me invitó a entrar y a tomar lo que tenía para ofrecerme. No comprobó mis credenciales, no revisó mi karma, no midió mis méritos. Vio en mis ojos que estaba emocionada de verle y preguntó:
– Dime qué quieres.
– Quiero la libertad -respondí-: quiero ser libre de todos mis enredos y errores conceptuales, quiero saber si la verdad final y absoluta es real. Dime qué tengo que hacer.
– ¡Estás en el lugar adecuado!- respondió, y después añadió: –No hagas nada. Tu principal problema es que no paras de hacer. Abandona todo hacer. Detén todas tus creencias, toda tu búsqueda, todas tus excusas, y ve por ti misma lo que ya está ahí y siempre ha estado ahí. No te muevas. No te muevas hacia nada, ni te alejes de nada. En este instante, aquiétate.
No sabía qué quería decir, porque estaba sentada y quieta.
Entonces me di cuenta de que no se refería a la actividad física. Estaba pidiéndome que detuviera toda actividad mental. Podía oír las dudas en mi mente, el miedo de que la detención del pensamiento implicará el abandono del cuidado de mi cuerpo, la imposibilidad de salir de la cama, de conducir mi coche, de ir a trabajar… Estaba aterrorizada. Sentí que si dejaba de buscar, perdería todo el terreno que creía ya tener cubierto en mi búsqueda, que podría perder parte de lo conseguido.
Pero él era una presencia enorme, y en el momento en que le miré a los ojos, reconocí una fuerza, una claridad y una amplitud de visión que me pararon en seco. Había pedido un maestro, y, por suerte, en ese momento tuve el buen sentido de reconocer a ese maestro que había pedido.
La faceta indagadora de mi espíritu me permitió ir sacudiéndome los pensamientos responsables de mi terror y, creyéndome inmersa en lo que inicialmente parecía ser un abismo de desesperación implacable, comenzaron a revelarse la plenitud y la paz tanto tiempo buscadas.
En realidad, siempre habían estado aquí, y nunca hubo peligro de que dejaran de estarlo.
¡Lo más sorprendente de todo fue darme cuenta de que eran viejas conocidas! En ese instante supe que cualquier cosa que pudiera haber deseado ser, ya formaba parte de mí: era el fundamento de mi ser puro y eterno. Todo el sufrimiento que había llamado «yo» y «mío» había tenido lugar en el ser puro y resplandeciente. Y, lo que es más importante, vi que lo que verdaderamente soy es este ser. Este mismo ser está presente por doquier, en todo lo visible y lo invisible.
Con esta toma de conciencia se produjo un notable cambio de orientación en mi atención, que pasó de estar ubicada en mi historia a hacerlo en la interminable profundidad de ser que siempre había existido por debajo de ella.
¡Qué paz! ¡Qué descanso! Previamente había experimentado momentos de unidad cósmica o dicha sublime, pero esto tenía otra naturaleza. Era un éxtasis sobrio, el momento de reconocer que ¡no estaba limitada por mi historia del yo!
Volver